Ciencia Ficción autóctona (I)
Ya van siendo muchas las primaveras que encuentro en la caseta de Cátedra lo que más me interesa de la Feria del Libro. Esta de 2015 ha sido la última. Entre las novedades de dicho sello, que ya de antiguo viene conjugando en su propuesta la erudición con la divulgación bien entendida -quiero recordar La historia de la fotografía (1981) y el resto de las entregas sobre la materia de Marie-Loup Sougez-, adquirí en la última cita de El Retiro Historia y antología de la ciencia ficción española. La edición, llegada a las librerías el otoño pasado, ha estado a cargo de Julián Díez y Fernando Ángel Moreno, dos autoridades en la materia. Y en verdad hay que serlo para descubrir con su sagacidad, entre la tradición realista de la narrativa española, esas fantasías que son siempre las novelas y relatos de ciencia ficción.
Ahora bien, lo mismo que basta con leer algunas de las leyendas de Bécquer -La cruz del diablo (1860), El monte de la ánimas (1861), El beso (1863)...- para rendirse ante la evidencia de que la narrativa romántica es básicamente fantástica, escrutando en la obra de algunos autores canónicos de nuestras letras -como los llaman Díez y Moreno- se descubre que entre ellos no faltaron quienes, más o menos esporádicamente, practicaron la ciencia ficción.
Para empezar, los editores sientan las bases de lo que para ellos es ciencia ficción. A saber, aquella literatura prospectiva -expresión que prefieren a la de "anticipación", más común- que cuenta con un "nóvum". Por nóvum -término que toman del académico croata Darko Suvin, toda una eminencia en el estudio de la materia, quien lo acuñó en su Metamorfósis de la ciencia ficción (1984)- hay que entender "aquello que no es científicamente posible en el momento de la escritura. Pero sí científicamente asumible o, lo que es lo mismo, siendo imposible en nuestro mundo real, aceptamos una verosimilitud científica en el escenario de la obra" (pág. 15). Simplificando -y si se me permite la expresión- el nóvum es a la ciencia ficción lo que el Macguffin de Hitchcock al suspense de las películas. Si bien el nóvum, a diferencia del Macguffin, no necesariamente tiene que hacer avanzar el argumento de los asuntos prospectivos. Puede ser lisa y llanamente el telón de fono mientras el argumento discurre por unos derroteros próximos a los de la sempiterna novela negra, tal es el caso del ciberpunk.
Una vez sentado lo qué es ciencia ficción, se nos ofrece una panorámica por todos sus subgéneros desde los días de Wells y Verne con sus viajes espaciales hasta el steampunk de nuestro 2015. No por conocido, el recorrido resulta menos interesante. Me encanta además que Díez y Moreno, ajenos a la diferencias entre los dos formatos, entremezclen en su relato películas y novelas. Al fin y al cabo, esas diferencias entre los soportes no son más que una minucia. El espíritu prospectivo y el nóvum no varían en función del formato.
La historia de la ciencia ficción española propiamente dicha comienza en la pág. 67. Sostienen Díez y Moreno que sus primeros cultivadores fueron algunos admiradores de Wells y Verne. Verbigracia, el periodista Nilo María Fabra.
Tras un repaso por los autores del 98 que practicaron el género esporádicamente -Ángel Ganivet, Azorín, Baroja, incluso Unamuno- se nos retrotrae a las primeras space opera, algo anteriores, de Tirso Aguimana de Veca. Si nos presentan en este orden del discurso es porque los editores ven en ellas un claro precedente de todas estas utopías de corte social -que tienen uno de sus mejores ejemplos en el cuento anarquista, cultivado entre otros por Azorín- que capitalizaron el género en los años que precedieron a la Guerra Civil.
Ya en la posguerra la ciencia ficción decayó. Ello no fue óbice para que en su exilio estadounidense, uno de los grandes poetas del 27, Pedro Salinas, volviese a la narrativa tras 25 años de ausencia con una distopía canónica: La bomba increíble (1950).
Mientras el género empezaba a publicarse en las mismas ediciones populares que las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía y las románticas de Corín Tellado, autores como Tomás Salvador o Daniel Suerio, respectivamente, daban la talla en títulos de más altura como La nave (1959) y Corte de Corteza (1969). Bien visto, incluso Antonio Buero Vallejo hizo ciencia ficción en La Fundación (1974): "introduce en ella como clave del relato elementos demiúrgicos que enlazan el texto con los trabajos de Philip K Dick" (pág.75).
La aportación en los años 70 de editoriales como Acervo -donde leí mis primeras selecciones de Lovecraft- o la efímera Nostromo, también son objeto de la debida noticia. Sin olvidar la de Zikkurat, el fanzine mas recordado y, naturalmente, la de la editorial Minotauro, referencia obligada en cuanto a la difusión de los grandes clásicos del género antes de que fuese adquirida por el Grupo Planeta.
Siempre tan cerca del cine, José Luis Garci también cultivo la literatura prospectiva y, por supuesto, Juan José Plans, quien fuera autor de Juego de niños (1976), relato en el que se basa ¿Quién puede matar a un niño? (1976), la obra maestra de Narciso Ibáñez Serrador.
Imbuidos de un afán en verdad integrador, algo poco frecuente en estas selecciones, de ordinario sólo atentas a las afinidades de los editores, aquí parecen estar citados todos los que se han asomado al género desde aquellos primeros admiradores de Wells y Verne hasta el steampunk de Juan Jacinto Muñoz Rengel.
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Curiosamente, hay que reconocer una vez más que el prospectivo es uno de los géneros más apegados a las inquietudes de su tiempo. De ahí la oportunidad de Cuatro siglos de buen gobierno, la pieza de Nilo María Fabra que abre la selección. Publicada en 1895, en los días en que daba sus últimos estertores el imperio español, es una ucronía sobre lo que hubiera podido ser el imperio ibérico si Miguel I, el nieto de los Reyes Católicos, heredero del reino de España y del de Portugal, no hubiera bajado al sepulcro con tan sólo un año. Su muerte trajo al país a la Casa de Austria, una dinastía foránea que "convirtió a la nación, señora de tantos pueblos, en feudo de una familia ajena a nuestras costumbres, de distinta raza, enemiga de las libertades populares, obligada a amparar derechos patrimoniales en Europa que ni directa ni indirectamente afectaban a la Península" (pág 143).
En esta primera ucronía sobre la historia de España, por defecto, como corresponde al subgénero de la historia que pudo ser, Fabra viene a desarrollar esa teoría expresada por los Nikis en su canción El imperio contraataca, aquello -con ripio y todo- de que España perdió sus posesiones a causa del mal gobierno de los Austrias y los Borbones.
Pieza en verdad ingeniosa, sólo me ha chocado en ella cierta coletilla, ese "y en fin" con el que el autor acaba las enumeraciones.
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Azorín, con un estilo en el que demuestra ser ese gran prosista del idioma por el que se le tiene, nos presenta, bajo el título de El fin del mundo, una pastoral poscatástrofe. No sabemos cuál ha sido la hecatombe -en las últimas líneas se nos descubrirá que se trata la elucubración de un viejo taumaturgo-, pero asistimos a la última visión del mundo del último hombre antes de morir. Con él morirá el planeta tal y como lo concebimos, porque dicha concepción es en base a la percepción de él que nos proporcionan nuestros sentidos, y la percepción de la Tierra de la especie venidera en el trono de la Naturaleza puede ser muy diferente a la nuestra.
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Inspector de la policía franquista y antiguo voluntario en la División Azul, Tomás Salvador lo tiene todo para ser un personaje odiado por el establishment cultural de nuestros días. No creo que sirviera de mucho que otro novelista y militante comunista, Francisco Candel, recordara que Salvador "en algunas ocasiones, intercedió por otros escritores amenazados por la policía, o incluso por mí mismo, asegurando que no se trataba de comunistas sino de católicos progresistas". Sabido es que quienes ganaron la guerra perdieron la historia de la literatura. Se olvida así que este inspector de Barcelona fue autor de un relato criminal de la talla de Los atracadores (1955). Como bien recuerdan Díez y Moreno, las crónicas canónicas de nuestros días ignoran a este policía. Sin embargo, ellos no tienen ningún problema en reivindicar La nave como uno de los grandes textos que ha dado el género en nuestro país.
Polizón a bordo, el relato de Salvador seleccionado para la ocasión, pertenece a los reunidos en Marsuf, viajero del espacio (1964). En esta ocasión, Marsuf es el polizón que viaja a bordo de la nave antorcha -Bandeirante- a Ganímedes, el tercer satélite de Júpiter. Leo Carey, su bisoño capitán, le descubre cuando el cohete -que se les llamaba entonces- comienza a perder su rumbo por un exceso de peso. Apenas ordena que se le arreste, su segundo, Julius Daonte, le cuenta la historia de Marsuf.
Se trata de un mito entre los astronautas. Cuando no puede volar, se emborracha en las tabernas de las bases. Algo así como un lobo de mar, pero en los viajes siderales. Un desarraigado que se embarcó "en la soledad más espantosa que se conoce" (pág. 168) -en verdad han de serlo los viajes espaciales-, capaz de enardecer con su ejemplo a las tripulaciones. Naturalmente, Carey le deja que siga a bordo.
Inmerso en ese interés por la navegación sideral, que presidía la ciencia ficción en los años que precedieron la llegada a La Luna, cuando conoció su primera edición Marsuf, viajero del espacio, también resuena en el relato cierto lenguaje castrense. En cualquier caso, amén de como ejemplo de ciencia ficción española de los 60, Polizón a bordo también es harto representativo de la literatura juvenil de la época. Su primera editorial, Doncel -la misma que publicaba los libros de Formación del Espíritu Nacional-, era algo así como la encargada oficialmente de aquellas que debían ser las lecturas constructivas para los adolescentes de entonces. Ese canto al servicio, pero también al idealismo, que encarna la propuesta de Salvador, encaja a la perfección en el espíritu que se nos quiso inculcar en nuestra infancia y en nuestra adolescencia. Pasados cincuenta años, visto ya a través de la pátina del tiempo, yo lo recuerdo sin resentimiento alguno. Como el resto de las cosas de mis primeros años, vinieran de donde vinieran.
(Continuará)
Publicado el 14 de agosto de 2015 a las 14:15.